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jueves, 22 de abril de 2010

Miércoles 31 de marzo de 2010. Como locos por la carretera

A las 19:45 habría comenzado mi viaje, de no ser por un retraso de una hora “por motivos totalmente ajenos a la compañía” en la que viajaba. Aún así nos embarcan en el avión a la hora prevista y me quedo esperando dentro sin poder hacer nada. Me aburro sobremanera entre estas paredes blancas y decido echar un ojo a todos los documentos que guardo en el ordenador portátil. Me sigo aburriendo. Descubro con sorpresa que tengo un estupendo capítulo de “Pocoyó” en la carpeta de descargas que un día decidí bajar para mi sobrino de dos años. No hay otra forma de matar el tiempo, decido verlo. Cuando ya han pasado unos 45 minutos dentro del avión sin que éste hubiera despegado, un simpático azafato descubre mi entretenimiento. Me mira con extrañeza, de arriba abajo. Comprueba que ya debo de tener una edad y no puede hacer otra cosa que reírse. “No es lo que parece” digo en mi defensa.

A las 21:00 despega el avión rumbo Alemania, concretamente al aeropuerto de Düsseldorf. Durante el vuelo, me entra un antojo: un té rojo, que según la carta embellece por dentro y por fuera. Perfecto para mí. Llega otro de los azafatos, me mira, y con la mayor de las cortesías me pregunta: “¿tú eres la de “Pocoyó?”. Ya me he hecho famosa entre la tripulación. Asiento con aparente indiferencia, pero esto me ha tocado. Me sirven el té y decido recostarme hasta el aterrizaje.

A las 23:15 noto como las ruedas del avión tocan el suelo. He llegado a Düsseldorf, capital del Estado federado (lo que aquí entendemos por comunidad autónoma) de Westfalia. Lo primero que me llama la atención de Alemania es que hay más perros que personas recibiendo a los cansados viajeros. Los dueños y sus mascotas se reciben con un intenso abrazo colmado de babas. Ante mi cara de perplejidad me explican que aquí los perros tienen muchos privilegios, pueden incluso entrar en los restaurantes para acompañar a sus amos.

Prosigo mi viaje. Me recogen en coche para trasladarme hasta Colonia, donde pasaré los próximos días hasta el sábado. Estoy cansada del vuelo, la carretera es oscura y se me cierran los ojos poco a poco. A pesar de mi aturdimiento, noto como el coche comienza a vibrar. Miro con terror la velocidad a la que vamos: llega casi a los doscientos. Casi me desmayo cuando veo que nos adelantan los coches a una velocidad mucho superior. Para tranquilizarme me comentan que en Alemania hay ciertos tramos en los que no hay límite de velocidad. Me consuela saber que las carreteras son infinitamente más estables que en España y que la educación alemana no concibe hacer barbaridades ante esta falta de restricción.

Por fin llego al que será mi hogar por unos días: una residencia de estudiantes. Allí me esperan un germano-español de padres latinoamericanos con su novia -una madrileña que vive en Irlanda-, y un alemán que cumple todos los tópicos de su país y además es celiaco. Llego exhausta, es ya muy tarde. Aún así queda tiempo para hablar de nuestras cosas y tomarnos unas copitas de vino tinto antes de ir a dormir. Al alemán tópico le divierte esta idea y lo llega a concebir como una tradición típica española: “vinos en la noche”. Le dejamos que se acueste con este pensamiento. Son las 2:00 de la madrugada. Mañana será otro día.

Alexandra Gail

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